La oveja siempre temerá al lobo, y la ardilla siempre vivirá en las copas de los árboles. Solo saben desempeñar, como cualquier otro animal, un papel necesariamente específico, invariablemente repetido por los millones de individuos que componen la especie, quizá durante millones de años. El hombre, por el contrario, elige su propio papel, lo escribe a su medida con los matices más propios y personales, y lo lleva a cabo con la misma libertad con que lo concibió: por eso progresa y tiene historia. Visto un león, decía Gracián, están vistos todos, pero visto un hombre, solo está visto uno, y además mal conocido.
La voluntad elige lo que previamente ha sido conocido por la
inteligencia. Para ello, antes de elegir, delibera: hace circular por la mente
las diversas posibilidades, con sus diferentes ventajas e inconvenientes. La
decisión es el corte de esa rotación mental de posibilidades. Me decido cuando
elijo una de las posibilidades debatidas; pero no es ella misma la que me
obliga a tomarla: soy yo quien la hago salir del campo de lo posible.
La libertad no es absoluta porque la persona humana tampoco
lo es. Su limitación es triple: física, psicológica y moral. Está físicamente
limitado porque, entre otras cosas, necesita nutrirse y respirar para conservar
la vida; su limitación psicológica es múltiple y evidente: no puede conocer
todo, no puede quererlo todo, los sentimientos le zarandean y condicionan
constantemente; la limitación moral aparece desde el momento en que descubre
que hay acciones que puede, pero no debe, realizar: puedes insultar porque
tienes voz, pero no debes hacer tal cosa.
Esta triple
limitación no debe considerarse como algo negativo. Parece lógico que a un ser
limitado le corresponda una libertad limitada: que el límite de su querer sea
el límite de su ser. Si la libertad humana fuera absoluta, habría que comenzar
a temerla como prerrogativa de los demás.
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