Los sumos sacerdotes y los fariseos pidieron al gobernador que nos pusiera a custodiar el sepulcro de Jesús, para evitar que sus discípulos vinieran de noche y se llevaran su cuerpo. Y Poncio Pilatos, que no quiere meterse en líos con Caifás y sus secuaces, además de concederles su petición, les dejó que sellaran el sepulcro con una pesadísima rueda de molino.
Pero de nada sirvieron todas estas argucias de hombres ofuscados contra quien allí estaba enterrado, que era algo más que un hombre y mucho más que los dioses que veneramos en el Lacio. Con estos ojos que permanecieron abiertos aquella noche lo vi abandonar la tumba y apartar aquella rueda de molino como si apartara una leve cortina de gasa; y con esta boca lo conté a quien quiso escucharme.
Pero Caifás y sus secuaces no creyeron mi narración. Lanzaron la especie de que los centinelas éramos todos una punta de borrachos y dormilones que habíamos permitido que los discípulos de Jesús robaran de noche el cuerpo. Y pagaron a mis compañeros para que propalaran que habían visto a los discípulos profanar el sepulcro y llevarse sobre los hombros el cadáver de Jesús envuelto en un sudario.
Pero nadie creyó que unos hombres rústicos y aterrorizados que no habían tenido valor para acompañar a su Rabí en el Calvario lo tuvieran para robar su cuerpo, burlando la vigilancia de los soldados del gobernador. Así que, pasados unos días, Caifás y sus secuaces empezaron a divulgar otro bulo más sofisticado, según el cual los discípulos abrigaban una esperanza tan irreprimible de que Jesús resucitara que fueron inducidos, forzados casi, en un ambiente de expectación supersticiosa, a creer las majaderías que afirmaban unas pobres mujeres histéricas de su cuerda, que se tropezaron con el sepulcro vacío. Y, escuchando los apasionados delirios de estas mujeres histéricas, estos discípulos botarates habrían acabado por creer seriamente en la resurrección de su Maestro y habrían empezado a difundirla entre otros ilusos.
Pero lo cierto es que los discípulos de Jesús no esperaban la resurrección de su Maestro; lo cierto es que les costó muchísimo admitirla. Cuando estas mujeres corrieron a advertirles que el sepulcro estaba vacío, los discípulos las acusaron de estar disparatando. Y en los días sucesivos siguieron dudando, los muy tozudos, algunos incluso después de que Jesús se les apareciese.
Y todas sus apariciones les provocaban, antes que fervor, espanto y desconcierto, pues pensaban que se trataba de algún fantasma. O bien lo confundían con otras personas: María de Magdala con un hortelano; y unos discípulos que se dirigían a Emaús y caminaron a su lado durante largo trecho con otro viajero cualquiera. Les resultaba tan ajena la idea de verlo de vuelta a la vida que, aunque se presentase abiertamente ante ellos, lo confundían con otro; y, cuando finalmente lo reconocían, temblaban como juncos. ¿Dónde se ha visto que alguien impaciente por ver a otra persona se asuste cuando finalmente la ve? Los discípulos de Jesús, más que inventar su regreso, lo aceptaron –después de muchas vacilaciones–cuando la evidencia que se resistían a admitir se les impuso de forma aplastante.
Y es comprensible que se resistieran a creer en la resurrección de Jesús. Pues en estos judíos subyace una antigua repugnancia a la idea de la inmortalidad. La creencia en la resurrección de los muertos es para ellos una brumosa noción que sólo asocian con el cataclismo final del mundo; y algunos, como los saduceos, la niegan resueltamente.
Así que los discípulos, como judíos que son, se resistían a creer en una vulneración tan aparatosa de las leyes naturales, por mucho que Jesús hubiese anunciado su propia resurrección. Estaban demasiado apegados a pensamientos materialistas; y necesitaron pruebas empíricas tan groseras como las que reclamó uno llamado Tomás (que hasta metió la zarpa en las llagas del Resucitado) para resignarse a creer a regañadientes.
Así que presentarlos como crédulos sugestionables que han desarrollado una superstición es un relato grosero e inverosímil que sólo gentes por completo cretinizadas podrán tragarse en el futuro. Pero tal vez Caifás y sus secuaces hayan entendido que, cuanto más grosero e inverosímil es un relato, más hondamente cala en las personas mezquinas que se aferran a las cosas materiales, renunciando a la esperanza de lo invisible y al generoso abandono del amor. Tal vez estas personas acaben siendo, allá en un futuro inconcebiblemente horrendo, una satisfecha y orgullosa mayoría que niegue lo que yo vi con estos ojos y conté con esta boca, lo que ya nunca podré olvidar, ni en esta vida ni en la venidera.
Juan Manuel de Prada
XLsemanal
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