Pertenece a la perfección de la libertad el poder elegir caminos diversos para llegar a un buen fin. Pero inclinarse por algo que aparte del fin bueno –en eso consiste el mal– es una imperfección de la libertad.
Sabemos por experiencia que el carácter instrumental de la libertad hace que su uso pueda ser doble y contradictorio, como un arma de dos filos que puede volverse contra uno mismo o contra los demás: esclavitud, asesinato, alcoholismo, drogadicción, y también simple pereza, irresponsabilidad, mal carácter, cinismo, envidia, insolidaridad...
¿Por qué elegimos mal? Nadie tropieza porque ha visto el obstáculo, sino por todo lo contrario. Del mismo modo, cuando libremente se opta por algo perjudicial, esa mala elección es una prueba de que ha habido alguna deficiencia: no haber advertido el mal o no haber querido con suficiente fuerza el bien. En ambos casos, la libertad se ha ejercido defectuosamente, y el acto resultante es malo.
Es patente que la voluntad rechaza en ocasiones lo que la inteligencia presenta como bueno. Incluso el que aconseja bien puede no ser capaz de poner en práctica su buen consejo. En esos casos, para evitar la vergüenza de la propia incoherencia, el hombre suele buscar una justificación con apariencia razonable –las razonadas sinrazones de Don Quijote–, y se tuerce la realidad hasta hacerla coincidir con los propios deseos. El mismo lenguaje se pone al servicio de esa actitud con expresiones como a mí me parece, esto es normal, todo el mundo lo hace, no perjudico a nadie, etc.
Por último, conviene recordar algo fundamental: aunque la libertad hace posible la inmoralidad, la transgresión moral produce siempre un daño. Cualquier psiquiatra sabe que en la raíz de muchos desequilibrios se esconden acciones a veces inconfesables. Ser libre no significa estar por encima de la ética, y la inmoralidad nunca debe defenderse en nombre de la libertad, pues entonces tampoco podríamos condenar inmoralidades como el asesinato, la mentira o el robo.
Jesucristo nos enseña que Dios desea para nosotros el verdadero bien, y nos creó con un modo de ser que se perfecciona cumpliendo su ley. Enfrentarse a esa Voluntad equivale a ir contra nuestra naturaleza y hacernos daño. Estas malas acciones se llaman pecados.
Esa rectitud es la ley natural, impresa en nuestra naturaleza. Aparece en nuestra conciencia al actuar y nos impulsa a hacer el bien y a evitar el mal. Durante su vida pública Jesús recordó el valor de la ley natural, contenida en los mandamientos que recibió Moisés en el Sinaí y la llevó a la plenitud con el mandamiento nuevo: "amaos los unos a los otros como Yo os he amado".
Para perdonar nuestros pecados, vencer a la muerte y dar al sufrimiento humano un sentido nuevo, entregó su vida en la Cruz, para resucitar después al tercer día.
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