¿Cómo se puede seguir confiando en Dios, que se supone Padre misericordioso, en un Dios que –como revela el Nuevo Testamento– es el Amor mismo, a la vista del sufrimiento, de la injusticia, de la enfermedad, de la muerte, que parecen dominar la gran historia del mundo y la pequeña historia cotidiana de cada uno de nosotros? Es la pregunta de un periodista italiano, Vittorio Messori, al obispo de Roma.
Y el Papa Juan Pablo II reconoce que ese problema tormentoso es la fuente de las mayores dudas sobre la bondad de Dios y sobre Su misma existencia: ¿Cómo ha podido Dios permitir tantas guerras, los campos de concentración, el holocausto? ¿Es acaso justo con Su creación? ¿No carga en exceso la espalda de cada uno de los hombres? ¿No deja al hombre solo con este peso, condenándolo a una vida sin esperanza?
La reflexión sobre el mal es inseparable de todo lo que digamos sobre Dios. Es el gran argumento del ateísmo, pero, a la vez, su carácter demoledor y misterioso hace que solo un Dios pueda explicarlo y vencerlo. Platón hace decir a Sócrates que los dioses son, por definición, causa de todas las cosas buenas que vemos en el mundo, y que la causa de las malas hay que buscarla en otro origen, nunca en la Divinidad.
De momento, para simplificar esta confusa cuestión, conviene recordar que el hombre es responsable de una buena parte de los males que soporta, y de esa buena parte debe quedar excluida la responsabilidad divina. Una queja de Zeus en la Odisea así lo manifiesta: «¡Ay, cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de nosotros, dicen, proceden los males. Pero también ellos por su estupidez soportan dolores más allá de lo que les corresponde». Estas palabras se anticiparán siempre a la historia, pues son los hombres quienes han inventado los potros de tortura y las cámaras de gas, la esclavitud, los látigos, los cañones y las bombas.
Dios nos ha dado una libertad real: el mundo está en nuestras manos. Jesucristo nos ha enseñado con su palabra y ejemplo a usar bien nuestra libertad y nos ha mostrado la asombrosa respuesta divina al mal: ha dado su vida en la Cruz para vencer y perdonar toda la maldad humana y ha enseñado a los cristianos que al mal se le vence con el bien.
Ese es el programa que el Dios hecho hombre trajo a este mundo y que tiene plena vigencia: vencer al mal con el bien. Ese programa lo ha desarrollado en el Evangelio.
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