Cuando se pide, en nombre del Papa, a la comunidad internacional que intervenga “de forma fuerte y clara” en la tutela de la libertad religiosa, se está poniendo en juego la primera cara de la moneda, “atónitos ante la intolerancia y la violencia”. Y cuando se denuncia la incontinencia normativa del poder, que intenta imponer por vía legislativa una filosofía beligerante con las conciencias, la moneda es vista desde su otra cara, aquella que legítimamente multiplica las objeciones de conciencia como reacción.
La libertad religiosa es la primera de las libertades, pero la libertad de conciencia es la estrella polar que orienta a las democracias. Dos caras de la misma moneda. Baste un ejemplo. No hace mucho, se reunían en Roma el primer líder político del mundo (Barack H. Obama) y la primera autoridad moral de la tierra (Benedicto XVI). El encuentro —en tiempo útil— duró unos veinte minutos. De ellos, ocho se dedicaron a la objeción de conciencia, en el marco de la libertad religiosa.
Es sintomático que, a la hora de destacar un tema que preocupe hoy a los dos núcleos más intensos de poder de la Humanidad, sea precisamente el de los choques entre conciencia y ley, que pone cada vez más de manifiesto los oscuros dramas que se generan en algunas minorías por leyes de directo o indirecto perfil ético. Un modo de decir que no es la objeción de conciencia una especie de ‘delirio religioso’, un subproducto jurídico que habría de relegarse a las catacumbas sociales. Al contrario, es una clara especificación del derecho fundamental a la libertad religiosa y de conciencia.
Esto es precisamente lo que acaba de concluirse en zonas muy diversas de dos continentes. Por un lado, en el marco de la objeción de conciencia al aborto, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa (Resolución 1763, 2010), ha proclamado vigorosamente la “obligación de garantizar el respeto del derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión de los proveedores de asistencia sanitaria”, Por otro, Perú promulga su primera ley de libertad religiosa (diciembre 2010), dedicando su artículo 4 a la tutela de objeción de conciencia, cuando alguien se ve constreñido a incumplir una obligación legal “por causa de un imperativo, moral o religioso grave o ineludible”.
La razón de esta especie de contra-ataque de los derechos humanos trae su causa en dos razones. La primera, los vientos de fronda que soplan en algunos países de Oriente contra la libertad religiosa. La segunda, una concepción del poder —sobre todo en Europa— que está convirtiendo la ley en un “simple procedimiento de gobierno, para transmitir consignas ideológicas con precipitación y, a veces, con vulgaridad”.
Cuando se pide, en nombre del Papa, a la comunidad internacional que intervenga “de forma fuerte y clara” en la tutela de la libertad religiosa, se está poniendo en juego la primera cara de la moneda, “atónitos ante la intolerancia y la violencia”. Y cuando se denuncia la incontinencia normativa del poder, que intenta imponer por vía legislativa una filosofía beligerante con las conciencias, la moneda es vista desde su otra cara, aquella que legítimamente multiplica las objeciones de conciencia como reacción.
Hace tiempo en América se desató la caza de brujas. Uno de sus objetivos fueron los actores de Hollywood. Esta fue su reacción: “hay muchas maneras de perder la propia libertad. Puede sernos arrancada por un acto tiránico, pero también puede escapársenos día tras día, insensiblemente, mientras estamos demasiado ocupados para poner atención, o demasiado perplejos, o demasiado asustados". Tenían razón.
Rafael Navarro-Valls
Zenit / Almudí
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