Son raras las voces, como la del príncipe Saudí Talal Ibn Abdel Aziz, hermano del rey Abdallah, que se alzan para decir que la marcha de los cristianos pondría en peligro la democracia y la modernidad del mundo árabe. Se necesitarían más voces como estas si se quiere suscitar un debate indispensable. El déficit democrático es en gran parte responsable de la confusión actual. Y Occidente, que no osa irritar a sus aliados, es culpable de sus malas compañías.
Hoy existe preocupación por la suerte de los cristianos del mundo árabe. Hasta se ha convertido en un tema recurrente cada vez que un atentado sitúa en su mira una iglesia en Irak o los coptos egipcios son objetivo de nuevas vejaciones. Los medios de comunicación siguen anunciando la desaparición o la partida generalizada de los cristianos de Oriente como una perspectiva “inminente” o “inevitable”.
Con todo, lo que sucede no es nuevo en absoluto. Desde hace tiempo —no es secreto para nadie— ciertos cristianos del Líbano no se hallan en olor de santidad. El equilibrio entre las diversas comunidades que componen las sociedades de Oriente Medio siempre ha sido frágil y sujeto al vuelco de alianzas tácticas.
Igualmente está de moda explicar los peligros que pesan sobre los cristianos con el aumento del radicalismo islámico. Así no se corre el riesgo de contrariar a nadie. Los cristianos se refuerzan en la postura de victimas ejemplares a quienes hay que salvar de la hidra islámica. En cuanto a los gobiernos árabes, son entonces libres de huir de sus responsabilidades, instrumentalizando el ámbito religioso para ofrecer una nueva legitimidad a bajo coste.
Ciertos “opinionistas” no miden el alcance de sus declaraciones cuando afirman, por ejemplo, que el final del colonialismo supondría la pérdida de valiosos apoyos para los cristianos, o cuando presentan a estos últimos como los “occidentalizados” del mundo árabe. Significa ignorar la importancia de la aportación ideológica de los cristianos a las sociedades de Oriente Medio. Significa olvidar que las elites cristianas han concebido y sostenido el buen proyecto de la unidad árabe: la noción de arabicidad, forjada en parte por intelectuales cristianos.
Desde que las Naciones Unidas declararon 1999 como el año del diálogo de civilizaciones, la comunidad internacional parece haberse dormido frente a los riesgos reales de las diversidades en el mundo. Celebrar no es una respuesta a los desafíos de la coexistencia. Un dialogo entre las culturas en el plano internacional carece de cualquier oportunidad de éxito si no se acompaña de un paradigma en el plano nacional.
Algunos rechazan admitir que pueden ser al mismo tiempo víctimas y opresores. ¿Cómo se puede promover la coexistencia de las culturas si, dentro de las fronteras, sigue en vigor el culto de la mayoría y de la religión dominante, si no del partido único? ¿Qué credibilidad pueden tener los incesantes y repetidos llamamientos de la Organización de la conferencia islámica y de la Organización islámica para la ciencia, la educación y la cultura, que se yerguen en defensores de los musulmanes que viven en Occidente, cuando estas dos organizaciones mantienen un silencio culpable ante los atropellos que sufren los cristianos de Oriente; cuando en la práctica, los gobiernos de los países árabes son incapaces de tutelar a sus ciudadanos de confesión cristiana o citan ante la justicia a hombres y mujeres que han elegido un camino distinto del mayoritario?
Son raras las voces, como la del príncipe Saudí Talal Ibn Abdel Aziz, hermano del rey Abdallah, que se alzan para decir que la marcha de los cristianos pondría en peligro la democracia y la modernidad del mundo árabe.
Se necesitarían más voces como estas si se quiere suscitar un debate indispensable. El déficit democrático es en gran parte responsable de la confusión actual. Y Occidente, que no osa irritar a sus aliados, es culpable de sus malas compañías.
Decir que la presencia de los cristianos debe ser “tolerada” en el mundo árabe es, en el fondo, profundamente injusto. Los cristianos siempre han pertenecido a la tierra que les vio nacer y crecer, a la tierra de sus antepasados, los países de la Biblia. No son una minoría religiosa llegada de fuera para suscitar compasión respecto a ellos mismos. Están en su país y allí deben permanecer. Su partida es el fin de nuestra historia y el inicio de cuanto de ello se derive.
Hansi Abidi. Director del “Centre d'études et de recherche sur le monde arabe et méditerranéen”, de Ginebra.
LE MONDE / ALMUDÍ
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