Buen artículo del Dr. Fanjul sobre la situación de los cristianos en oriente.
Una de las acusaciones más repetidas por parte del islam –y más injustas, por lo irreal– contra la colonización anglo-francesa de los siglos XIX y XX es haber introducido y difundido el cristianismo en sus tierras. La verdad histórica es que ni siquiera Francia, tras un tímido intento del cardenal Lavigérie, lo pretendió en serio, y no es menos cierto que cuando los árabes invadieron Mesopotamia, Siria, Palestina y Egipto en el siglo VII, en ellos la religión predominante y casi única era la cristiana. En consecuencia, la mayoría de los actuales cristianos egipcios, iraquíes o sirios descienden de aquellas comunidades otrora florecientes, o –como aseveran los coptos– ellos son “los verdaderos egipcios”, hasta el punto de que “copto egipcio” venga a ser casi una redundancia.
Lo que en términos periodísticos se ha dado en llamar brotes de violencia de hecho no constituye novedad alguna: si repasamos la hemeroteca de los últimos 15 años encontraremos una persecución atroz, a las claras y mantenida en el tiempo en todo el mundo islámico contra las minorías cristianas, donde las hay, porque en los países en que se llevó a cabo la limpieza religiosa en momentos lejanos (Magreb, península arábiga) ya ni necesitan ejercer esa violencia. Con algunas peculiaridades: desde 2003, ha salido de Irak un millón de personas, es decir, dos tercios de los cristianos del país, efecto no calculado y, desde luego, no buscado en el derrocamiento de Sadam Husein; y en Egipto, donde sobrevive la comunidad cristiana más numerosa de todo el Oriente Próximo, tan sólo se han acentuado la persecución y las presiones que vienen de la Edad Media.
Ya el historiador Al Maqrizi (siglo XV) daba puntual referencia, aunque con argumentos pro domo sua, de las prohibiciones, exacciones y discriminación general que habían padecido y padecían los coptos en su época, el Egipto mameluco: interdicción de montar a caballo en ciudad habitada por musulmanes, o de levantar nuevas iglesias, o de reparar las ya existentes, obligación de portar señales distintivas infamantes y de vestirse con ciertos colores, calzar zapatos de diferente color, etc. Y, por supuesto, con tributos más duros y discriminación como súbditos de segunda (hablar de “ciudadanos” en un país musulmán resulta inadecuado, como poco), entendiéndose su personalidad jurídica como miembros de la comunidad, no como individuos. Todo un cuadro de coacciones cuyo objetivo era palmario: eliminar, por una u otra vía, a los cristianos del país, aunque a partir de la primera mitad del siglo XIX la represión se fue suavizando lentamente (las nuevas formas económicas y de relaciones exteriores así lo iban marcando).
Para ser equilibrados y –sobre todo– creíbles, debemos reconocer que en Europa se habían desarrollado discriminaciones muy similares, y en los mismos campos, contra las minorías (Alfonso X, en 1252 y 1268 y en las Partidas; Cortes de Palencia, 1312; Sínodo de Zamora, 1313; la regente Catalina de Lancaster, en 1408; Isabel I en 1480, etc. Y siguiendo las pautas marcadas por el IV Concilio Lateranense de 1215, bajo Inocencio III). La diferencia no baladí estriba en haber superado por completo, entre nosotros, y hace mucho tiempo, esa clase de medidas y prejuicios y llegando las sociedades occidentales a producir sentimientos autocríticos con frecuencia degenerados en masoquismo autoflagelante. La petición de perdón de Juan Pablo II a las comunidades no cristianas por los choques del pasado carece de parangón: con tranquilidad y bien sentados esperamos a que los musulmanes hagan algo semejante por las iniquidades de sus antepasados.
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Serafín Fanjul (catedrático de Literatura Árabe)
LA GACETA
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