viernes, 4 de febrero de 2011

EL DERECHO A LA VIDA NO ES ALGO CONFESIONAL

   El debate sobre la eutanasia está servido en nuestro país, especialmente, desde hace unos meses. Se intenta conmover a la opinión pública sobre un pretendido ensañamiento terapéutico y se ofrece la pretendida "nuerte digna" como solución. Este acertado artículo del Dr. Bernal pone el acento en la auténtica solución del problema en el caso de los enfermos terminales: los cuidados paliativos.

   No me olvido del “no matarás”. Tampoco, de la memorable encíclica de Juan Pablo II sobre el “evangelio de la vida”, que exigió una rectificación del Catecismo de la Iglesia Católica sobre la valoración moral de la pena de muerte. Pero, después de seguir de cerca el último debate en el Senado de Francia sobre la asistencia médica para morir, esto es, la eutanasia, me confirmo en la amplitud de gentes de bien que valoran y defienden el derecho a la vida.
   A priori daba la impresión contraria, porque tres proposiciones se habían reunido en una sola, patrocinada por representantes de tres potentes partidos: Jean-Pierre Godefroy (socialista), Alain Fouché (UMP fundada por Chirac) y Guy Fischer (comunista). De hecho, la votación fue reñida, sin unanimidades partidistas. Como destaqué en su día, me alegró la reacción contraria de un viejo socialista como Robert Badinter, ministro de justicia con François Mitterrand, fautor de la abolición de la pena de muerte en Francia. La negativa a la eutanasia salió por 170 votos contra 142, después de un intenso debate.
   No resulta fácil, como es sabido, oponer razones jurídicas –por sólidas que sean  a argumentos de fuerte carga sentimental, como el sufrimiento de las personas allegadas cuando nada parece poder hacerse por un enfermo. Fue el caso, reiterado estos días, de Vincent Humbert, un joven tetrapléjico al que su madre ayudó a morir en 2003. "Para no vivir situaciones como esta, quiero una ley que ayude a la persona que pide morir", repitió Jean-Pierre Godefroy.
   En el debate se vio también el juego de las encuestas de opinión. Del modo de plantear las cuestiones se deriva ya el sentido de las respuestas. Porque nadie quiere los encarnizamientos terapéuticos, tampoco el legislador francés. Se ha podido comprobar ahora demoscópicamente que la mayoría no quiere la eutanasia en sí, sino una asistencia adecuada en el final de la vida: justamente lo previsto por la llamada ley Leonetti de 2005, cuya existencia desconocía más del 70% de los encuestados, y eso que fue aprobada prácticamente por unanimidad y en primera lectura.
   La gran defensa política del derecho a la vida corrió a cargo del primer ministro François Fillon, que publicó un extenso artículo en el diario Le Monde la víspera de la votación en el Senado. Animaba a un diálogo sereno y a un debate responsable sobre el fin de la vida. Pero, desde el primer momento, cuestionaba la capacidad de la sociedad para legislar sobre si alguien tiene el derecho a matar: “¡estimo que este límite no debe ser cruzado!”
   Se difundieron también muchos textos de médicos de relieve. Tres personalidades de la sanidad francesa habían precisado, también en las páginas de Le Monde, que “proporcionar ayuda activa para morir supone una ¡paradoja insuperable!” Porque difícilmente se encontrarán dos palabras más antagónicas: ayudar y morir. Más aún para un profesional de la salud. Los autores eran Anthony Dubout, Jean Leonetti, y el Prof. Josy Reiffers. Representan a importantes federaciones de hospitales, que incluyen servicios de urgencia, reanimación, neonatología, oncología, y también unidades de cuidados para enfermedades de larga duración o residencias de ancianos.
   Con la ley de 2005 el personal sanitario puede “trazar un camino entre el encarnizamiento terapéutico y el abandono culpable. Permite, dentro de condiciones transparentes y respetuosas de los derechos de los enfermos y de sus próximos, cuando es necesario por la evolución de la enfermedad, pasar de los cuidados curativos a los cuidados paliativos. Se trata de acompañar a la muerte, de aceptarla para poder acogerla. No de favorecerla, menos aún de manera activa, como sugiere el título de las tres proposiciones de ley en términos escalofriantes”.
   Ciertamente, ninguna ley garantizará que todas las situaciones difíciles sean abordadas con serenidad. Además, se preguntan: ¿sería humana una sociedad que pretendiera “gestionar bien” la muerte de unos y otros, sin angustias ni tergiversaciones? No ocultan la necesidad de avanzar en la formación y organización de los equipos médicos sobre estos temas. Y confían en los estudios del Observatorio nacional sobre el final de la vida. Siempre sobre la base de que “la ley, como la medicina, no es omnipotente. Hay situaciones en que el derecho tiene muchas dificultades para discernir lo que es debido”.
   En esa línea, se expresó el Manifiesto de la Alianza por los Derechos de la Vida Humana, planteado desde el pluralismo social y político, pero con la convicción de que no existe un derecho a la muerte, hasta ahora excluido por el Consejo de Europa, del que derivaría un deber de los profesionales de la salud. En el caso de Francia, supondría cortar el avance conseguido en la medicina paliativa.
   Ese es el camino, como comprobé en el Centro de Cuidados Laguna, a donde enviaron a mi hermano mayor desde el Clínico de Madrid, con un cáncer incurable. Como comentaba uno de los sobrinos, “todo fue más fácil y la calidad de vida de mi padre subió sustancialmente en sus días finales”.

Salvador Bernal

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